A veces ya he referido a Internet como el invento más importante desde ése de Gutenberg. Esta mañana (ya se sabe, lunes, entre que actualizo mi gentoo y demás al final me paso toda la mañana descubriendo “cosillas nuevas”) he echado un ojo a eso de la web 2.0. Páginas como barrapunto.com o meneame.net funcionan siguiendo un sistema de votos (en algunas ocasiones llamado “karma”). A partir de ahí el usuario se integra, poco a poco, en una especie de comunidad global (Woody Allen sacaría ahora a Mashall McLuhan de entre el público, pero me parece que me he quedado sin presupuesto para ello) que le llevará a la fama, la fortuna y la gloria (qué miedo).
Ironías aparte, parece que la llamada “Web 2.0” serviría como epicentro ideológico de un mundo electrónico interconectado, en una nueva forma de conocimiento global que se diversifica a medida que los enlaces y los nuevos métodos de programación dinámica evolucionan (con frases como ésta parece hasta que entiendo de qué estoy hablando).
Cuando comenzaba internet ya se veía como una forma de gran potencial (demasiado, decían algunos). La gran masa de personas a la que una sola noticia o comentario es, simplemente, impresionante. Millones de personas pueden acceder a un texto sin paso por ninguna autoridad competente que haga de censor.
Hasta ahora (ahora es cuando suenan acordes funestos).
En España se escuchan ecos de algunas otras voces que claman como una censura sobre la red. Algunos dicen (si es que el sentido del humor nunca dejará de existir) que los escritores de la red, ahora los llaman bloggers, tendrían que auto-censurarse (yo ya he comprado mi látigo, ¿y tú?). Los ecos hablan de un filtro que distinga lo bueno de lo malo, y que el sistema electrónico de selección de contenidos (basado en parámetros puramente matemáticos cuantificados según el interés OBJETIVO) es malo y habría que revisarlo. ¿Por quién? Clara está la respuesta: por esos ecos interesados que incluso, a veces, tienen incluso rostro y una sede diseñada por algún famoso arquitecto.
Cuando surgió internet la vi como una manera directa de dar a conocer al público mis escritos. El tiempo ha pasado y ahora la veo la única manera lícita de dar a conocer los escritos. ¿Una editorial clásica? Sí, si viviésemos en el siglo XVIII. El papel, como los coches de caballos, está dejando paso al formato electrónico (si bien es cierto que se hace más cómodo leer en papel, por ello las editoriales aún mantendrán cierta cuota de mercado durante algunos años).
Pero el ascenso al poder de la red es imparable. Como los caballos quedaron como un objeto de lujo, sólo para uso lúdico, así también el papel dejará poco a poco (ya lo está haciendo) paso a un sistema de comunicación mucho más directo, participativo y casi inmediato.
Si echamos un ojo a las últimas novedades editoriales españolas nos encontramos con el nada desdeñable precio de 20 euros por libro (amén de cierta dudosa, cuanto menos, calidad literaria). Teniendo en cuenta que nos entretendrá una semana, que lo leeremos gratificantemente frente a la chimenea al lado de nuestro galgo con la pipa entre nuestros dientes... No es mucho, no, sobre todo si tenemos coñac al lado y una buena doncella para servirlo. Además, sólo es un libro.
Pues bien, y hablo ahora como autor de obras de ficción, los escritores malviven y los que se hacen con el beneficio directo producido por el libro son las editoriales (esto pasa desde los tiempos de Dickens, y ya ha llovido). El escritor se lleva un porcentaje mínimo de esos 20 euros (dependiendo del éxito que tengas). El resultado: hay que vender muchos libros para que alguien que sólo escribe pueda vivir dignamente con ello.
Estas mismas voces hablan de la falta de rigor en internet, de la necesidad de algo (llámese Gran Hermano orwelliano, llámese emperador de la galaxia) que nos libre de la tentación de toda esa bazofia.
Desde luego, la historia literaria nos habla bien a las claras de esto: La ingente cantidad de basura que se ha producido en estos últimos tiempos sólo es comparable con el día después a la Fiesta de la Cerveza en Alemania. ¿Alguien no lo ha notado? ¿Alguien no ha pagado esos 20 euros por un libro (por otra parte con una excelente portada casi siempre) y le han dado ganas de tirárselo al autor (y sobre todo al editor) a la cara? Bien, para aquellos que aún lean frente a la chimenea obras de Dante y Virgilio, están bien esos 20 euros, Pero para todos los demás creo que, como internet ha cambiado la manera de informarse, cambiará también la manera en la que disfrutamos del ocio los amantes (y creadores) de la literatura.
¿Qué pasaría si pudiésemos bajar el precio del libro a 5 euros o menos? La gran respuesta de esos nuestros fantasmas con eco (dueños de editoriales y demás, vamos a ponerles nombres): bajaría la calidad y que todo sería una selva.
Respuesta para estos “caballeros”: La calidad no puede ser peor. Me da vergüenza que, cada vez que digo que soy escritor, me digan que si escribo novelas rosas o sobre un documento templario que encontré mientras orinaba. Así que, si son ustedes los “guardianes” del buen gusto literario, les digo humildemente: búsquense un oficio digno y dejen de robarnos nuestros 20 euros.
¿Qué el panorama literario se convertiría en una selva? No, claro que no. Por desgracia, cuando pongo en un buscador cualquiera: “Pepito el de los palotes” me saldrá (seleccionada) de entre todas las entradas de Internet referentes a “Pepito el de los palotes” aquella que más interés haya tenido para los usuarios. Si existe una noticia mejor, serán los mismos usuarios los que decidan (mediante los links o enlaces desde sus páginas que esta noticia sea de mayor interés para nosotros, ávidos fans de nuestro querido Pepito). No es una selva, son entradas ordenadas según su interés (son los propios usuarios los que nos recomiendan sin quererlo).
Pero la maravilla de internet va mucho más allá (y esto lo digo para algunos colegas que parece tienen en gala escribir aún con pluma de ganso). Si los contenidos pueden ser indexados (listados) según categorías, entonces la persona interesada en leer algo (ejemplo, un ensayo) sobre Simone de Beavoir, obtendría, de entre todos los ensayos escritos, el que mejor se adapte a lo que busque. Ejemplo, queremos conocer las vicisitudes amorosas de esta señora. Metemos algo así como: simone beavoir, sartre, amor.
El resultado serían una seria de documentos sobre simone ordenados según:
a) Su adecuación a la búsqueda.
b) Su importancia social.
c) Su calidad (porque lo quieran o no, lo bueno siempre permanece y, por muy extraño que parezca, las personas no somos tontas del todo).
Claro, dirán estos señores, eso no tiene filtro, y cualquiera puede poner chorradas en las que se repita la palabra “amor” junto a Simone de Beavoir (y Sartre, ya de paso). Bien, esto ya ha sucedido, y los buscadores han eliminado las entradas porque no tienen importancia (las personas no las enlazarían). Dicho de otra manera, los motores de búsqueda no harían caso de esta entrada potencial, nos darían (salvo fallo improbable) el resultado que más se acomode a nuestros gustos como lector.
Luego viene el tema (que a todos parece interesar) del vil metal. El material literario abarataría su coste radicalmente. Pero hay un tema más interesante (y aquí me permito barrer para casa): los intermediarios se reducirían y los beneficios irían a parar a... (aquí suenan los aplausos y los vítores): EL VERDADERO AUTOR DE LA OBRA.
En un mundo injusto en el que los intermediarios se llevan casi el total de los beneficios producidos por la obra literaria, internet puede cambiar la forma de mirar el libro y, sobre todo, ampliar de una manera directa las capacidades y posibilidades literarias de la propia materia literaria.
Internet es la obra abierta que todo hombre de letras alguna vez soñó (salvo Torquemadas y alguna que otra alma en penitencia perpetua). Permitiría tanto al lector como al escritor un diálogo directo, mucho más rico y duradero (por paradójico que esto pueda parecer, aún nos asusta la inmediatez del medio). Pero aquí viene un punto capital: el autor escribiría de lo que realmente quiere, liberándose del grillete impuesto por las editoriales y llegando directamente a su público, un público con capacidad directa de elección (no sólo se basaría en lo bonita que es la portada o la crítica pagada en la revista especializada de turno) y con capacidad directa de veto sobre algunas obras (siempre se pueden hacer comentarios sobre una obra mala y, en caso de que este comentario tenga la aquiescencia del resto, la burbuja se extendería de una manera electrónica, de manera que el lector potencial sabría de los posibles inconvenientes de dicha obra).
El mundo se llenaría de obras literarias maravillosas, grandes o pequeñas, poemas de diez páginas y de mil versos, poemas santos y versos profanos, se llenaría, a través de nuestro particular Estigia electrónico, de textos grandiosos y otros no tanto... pero se llenaría, sobre todo, de los textos que al público de verdad interesan.
Por mucho que algunos digan, veo un cielo abierto para las letras y para el mundo. Los ecos provenientes de gobiernos miedosos, atrasados y totalitaristas (y aquí no hablo sólo de países de ideas directamente inspiradas en el comunismo) nos dirán que no, que el libro está mejor en la estantería, bien adornado con tapas de piel (amén de los impuestos que dichos gobiernos se llevan al bolsillo de esos nuestros queridos 20 euros). Para todos esos ecos, para todas esas voces que gritan calladas contra la libertad y el buen juicio, para esos hombres que beben coñac servidos por doncellas frente a la chimenea, les diría que echasen un ojo a nuestro armario, a nuestra economía y nuestros hogares, ¿en cuántos encontramos hoy esa chimenea y ese coñac añejo?
Quizá algún día podamos hablar de otro tipo de cuestiones, menos económicas, mucho más serias también. Podemos estar de acuerdo o no con el copyleft (en los asuntos literarios creo que el tema es bastante más espinoso que en el musical), establecer licencias GPL o Creative Commons, pero también podemos elegir cobrar por la obra o incluso (manda narices) publicar nuestra obra en papel bajo demanda (dícese, no pagamos por nada, y recibimos por ejemplar vendido, directamente, sin tener que pasar por la caja -y el más que posible mal gusto- de los editores).
Para los escritores, Internet no es ese “gran producto filantrópico” (cito textualmente, no sin ironía, la reciente frase de un abogado). Internet es la realidad con la que tendremos que enfrentarnos ayer, una gran herramienta de uso colectivo que (en teoría) debería traer una nueva era de “conocimiento justo”, no ya basado en las imposiciones estatales o mediáticas, sino el verdadero trato justo de la palabra y su verdadero valor.
El discurso de “queremos salvar los derechos de los autores” suena ahora extraño, como si una abigarrada argumentación planease quebrada: “nos quitan el negocio”. Internet no es el enemigo de los artistas, sino la herramienta para un futuro, como lo fue en su día la imprenta, que cambió el método tradicional de la difusión literaria (y no terminó precisamente con la vida de los escritores, sino que los llevó a un nuevo lugar en la historia).
Internet cambiará poco a poco el mundo, sólo hemos visto el principio de un gran movimiento..., y es que, por mucho que algunas voces quieran callar el eco de la libertad, no podrán nunca vencer al futuro.