viernes, junio 06, 2008

Un día de firmas en la Feria del Libro de Madrid


Sin preliminares, cariño.
Llegamos sobre las seis de la tarde a firmar el libro “Ariza”, escrito en colaboración con Isabel del Río. Como somos gente abstemia (sobre todo yo, todo hay que decirlo), entramos en un bar my agradable que estaba frente al Retiro. Un Jack (Daniel´s, sobra el apellido para quien conozca a tan amable, grácil, estupendo y genial caballero)…, comienza a llover.
Para comprender las vicisitudes a las que se enfrenta un escritor hemos de retrotraernos (qué bien que suenan algunas palabras) en el tiempo. Valladolid, hace poco menos que un mes. Seis menos cinco (previamente: cielo despejado). Cae una tromba de agua…, ¡y yo sin remos! Fiasco total: ni un alma… ni televisión ni alfombra roja ni flashes de fotógrafos. Tanta preparación para nada (fue entretenido no se crean, firmamos un ejemplar a un vallisoletano muy amable que me trajo un Jack y todo, Dios le tenga en su santa gloria por siempre). FIN DE LA ACOTACIÓN
Seguimos… estábamos en Madrid y aún no me había tomado más que un pelotazo. Durante cincuenta minutos cayó la lluvia incesante que incesante cae la lluvia que llueve llueve. Esta vez, por suerte, paró unos minutos antes de las siete, así que fuimos más o menos tranquilos (para los amantes de las estadísticas: un Jack más).
La Feria del Libro de Madrid se pasó bastante rápido. No paré de firmar y esas cosas que hacen los escritores profesionales (dícese, fumar en pipa y –con esforzado disimulo- tomar leves tragos de una lata de cerveza que tenía escondida para evitar los temblores del delirium tremens). Nos acompañaron muchas personas encantadoras que hacía siglos que no veía (ahora sin ironías: es agradable reencontrarse con aquellos que formaron parte de tu vida, espero algún volver a hacerlo con cierto profesor de la Universidad –en esta ocasión, con mis peores intenciones-). Desde luego, hubo notables ausencias, pero como soy un “hombre de bien”, las perdono (en estas ocasiones me gustaría creer en Dios, y que así no haga lo mismo y les condene a arder en el infierno).
Lo mejor de las ferias del libro es precisamente esto: te encuentras con antiguos conocidos que, si tienen la suficiente educación (no todos la tienen), compran un ejemplar del libro. Lo cierto es que esto me da un poco lo mismo: ¿a quién le importa si vendes o no si al final no lo van a leer? Me interesan esos lectores que terminan el libro y, de un manera u otra, sienten algo. Cuando lo compran por gratitud o camaradería…. Nada, un vaso vacío. No obstante, es agradable volver a compartir un rato con ellos (y algún Jack si se precia el compadre en cuestión).
Sin orden ni concierto –ya que debería haber empezado por aquí (será la resaca)- nos acompañó Juan Carlos, un tipo muy majo pero con graves defectos: ni fumaba ni bebía (yo no podría). En serio: encantador, eficiente, divino… ¡Juan Carlos para presidente!
Lo peor de este tipo de acontecimientos: que no vaya nadie a tu firma…, que llueva. No sucedió así y me pasé dos horas sin descanso firmando y (ejem) fumando… porque Juan Carlos estuvo encantador y nos dejó fumar. ¿Se imaginan dos horas sin poder dar un par de caladas a una deliciosa pipa? Sí, lo sé, amiguitos: el infierno.
En este tipo de eventos conoces a gente, aunque nada de editores o similares (al menos en cuanto a mi experiencia se refiere, para dar con esos tipos hay que ir a presentaciones y demás)… La mayoría son gente encantadora (creo que todos los que me he encontrado en las ferias lo son, excepto una señora que me hizo hablar diez minutos del libro y luego lo despreció con la más sublime y mezquina de sus sonrisas).
Desde aquí quiero dar las gracias a Silvia, que nos trajo una cerveza.
Después de todo… la Feria del Libro es un acto para los libreros (que es cierto, venden libros, parece que no hay nada malo en ello) al que los escritores acudimos con cierta ilusión –por lo menos algún cacahuete nos regalarán, para eso tenemos un prestigio tan alto y bien merecido- y al que (lo más importante de todo) las familias acuden para que los padres se sientan un poco intelectualillos y le regalen a su retoño lo último de algún aprendiz de mago un tanto cargante (o el último éxito de algún tipo con perilla y pinta de portero de barrio pudiente). Al final: todos ganan (y nosotros tenemos nuestro cacahuete con forma adulatoria).
Salimos y comenzó lo bueno (no quedaría demasiado intelectual decir que me tomé algunos Jacks más y terminé haciendo chistes groseros, que fue lo que realmente pasó): charlas de Schopenhauer, Dickens y tantos y tantos otros… Tanto hablamos sobre cosas utópicas, intelectuales, ¿tal vez divinas? Que se me olvidó y sólo recuerdo una nube gris y un terrible dolor de cabeza al despertarme.
Qué bueno es ser escritor y firmar libros ( al meno ahora puedo beber para celebrar algo, con la conciencia tranquila).
Irónicos saludos.